Hace unos días me reencontraba con mis antiguas compañeras del colegio, a las que no había vuelto a ver desde entonces…
Aparecieron ante mí esas niñas que dejé hace treinta y cinco años, convertidas en mujeres adultas y maduras. Rostros infantiles que de la noche a la mañana se me presentaban curtidos y marcados por las arrugas que dan los años, que me hablaban de trabajo, de hijos y responsabilidades, y que al mismo tiempo -y casi con la misma frescura del ayer- destilaban sonrisas, alegría y simpática complicidad, al recordar las vivencias del cole y de aquellos felices primeros años…
¿Qué tanto por ciento de la niñez determina nuestro bienestar en la edad adulta?
Nacemos “tabula rasa” (sin dejar de lado el gran valor de nuestra vida uterina) cargados de capacidades y potenciales, y todo aquello que recibimos desde esos primeros momentos, va a influir en gran medida en nuestra personalidad futura.
Somos genética, aprendizaje y experiencias; y es en el seno de la familia y de la escuela, donde la genética recibe el moldeamiento necesario para construir un adulto preparado para afrontar los devenires de la vida. Si pensamos en nuestros años de infancia podemos recordar momentos y experiencias que nos han convertido en las personas que ahora somos.
Los psicólogos sabemos muy bien, qué importante es este periodo de la vida en la construcción de una sana autoestima. Con frecuencia acuden a nuestras consultas adultos que no se quieren, que presentan dificultades en sus relaciones interpersonales y afectivas. En la mayoría de los casos, son un claro reflejo de carencias o vacíos afectivos vividos durante la infancia, o bien, producto del maltrato ejercido por parte de algún adulto cercano.
Tenemos que mimar a los niños, y con esto hago referencia a un educación basada en la coherencia, el respeto y al amor incondicional.
El mundo que hemos creado es un lugar competitivo y materialista, lo sé…
Tienen que saber matemáticas, lengua, física, geografía, música, historia, inglés…y no les puede faltar ropa, zapatos, alimentos, juguetes y caprichos… lo sé…
Pero nada de esto será suficiente para un desarrollo integral saludable, si no está aderezado por padres, educadores y adultos presentes, que les aplaudan por sus logros, que les escuchen y comprendan, que no les desvaloricen, que les ayuden a ser, que les llenen de ternura, de besos y de abrazos.
Aprendemos a querernos y a considerar valiosos a los demás cuando sentimos que nos quieren. Son esas primeras miradas y caricias nada más nacer, son esas sonrisas y aplausos cuando caminamos por primera vez. Son esos ánimos y apoyo el primer día del colegio. Son esas amables palabras de nuestros padres diciéndonos que nos aman, que somos importantes, que confían en nosotros, que están ahí para ayudarnos, y que nos recogen y abrazan cuando damos un traspié.
Lo mejor que podemos dar a los niños son adultos cercanos, respetuosos, dialogantes, que muestren un interés sincero porque se conviertan en bellas personas, porque ellos y su futuro merecen la pena.
No olvidemos que es en la infancia cuando aprendemos las reglas y los límites; y adquirimos valores tan importantes como la obediencia, el respeto, la autoestima, la amistad, la honestidad, la solidaridad, la empatía, la responsabilidad, la tolerancia… Y todo ello marcará significativamente la manera en que nos comportemos en la vida adulta. Y el mundo está manejado por adultos, esos que una vez fueron niños…
Es hora de adquirir conciencia sobre la importancia global que tiene esta etapa, no solamente para la salud mental y para el futuro del niño.
Cuidemos la niñez y la juventud, es el valor más importante que tiene la sociedad. Ellos son el futuro.