Aunque no queramos reconocerlo, vivimos con la idea permanente de que -salud aparte- para ser completamente feliz se necesita dinero, casa, coche, pareja, hijos, incluso cierto grado de poder.

Así se constata en nuestras consultas cuando recibimos a personas que vienen tremendamente desilusionadas… Que se culpabilizan de su sensación de vacío, al que no encuentran explicación, pues han alcanzado “las metas” que se esperan en la vida.

La mayoría de las veces, son personas que están casadas, tienen hijos, trabajo, un hogar más que digno donde vivir, que tienen la fortuna de veranear todos los años… y a pesar de todo ¡son infelices!

No queda más remedio que hacer uso de la reflexión, de dirigir la mirada hacia el interior; ese que todos tenemos, y al que pocas veces hacemos caso, tal vez por miedo a que nos incomode lo que allí se esconde.

Estamos atrapados en un mundo egoísta, materialista, competitivo, que se olvida que estamos por aquí de prestado… Que la vida aparece y desaparece en un instante, que el tiempo que se va ya no se recupera.

Recientemente leía a través de las redes sociales el testimonio de un conocido cantante al que el bicho del cáncer ha atrapado. Decía nada más y nada menos que gracias a su enfermedad ahora es más grande, más fuerte, más persona y… ¡más feliz!

Son muchos los que tras experiencias dolorosas tienen la fortuna de alcanzar la suficiente clarividencia que les permite relativizar y mirar la vida con diferente perspectiva. ¡Y además vivirla!

Aunque la mayoría hemos experimentado alguna vez que las “cosas pequeñitas” son las que nos hacen sentirnos felices, quizá sea necesario ese toque de atención, no lo sé, y que la verdadera suerte sea que la vida te de una bofetada de las gordas, de esas que te hacen mirar para el otro lado…

Desprendernos de lo accesorio, de lo pasajero, darnos cuenta de lo que de verdad nos importa, pudiera ser la clave para alcanzar ese anhelado bienestar que todos buscamos. Ese tesoro se halla en nuestro interior, en esa voz que nos acompaña a lo largo de la vida, que nos habla, que trata de guiarnos, y a la que no solemos atender.

Unas veces nos dice que escuchemos de verdad a nuestra pareja, otras que dediquemos tiempo a nuestros hijos, que les demos más besos, más abrazos y más caricias… Que gocemos de los amigos piel con piel y no a golpe de chateo, que disfrutemos de la naturaleza, de un paseo por el campo, del amanecer, del atardecer, de un ratito de buena música, que apaguemos el ordenador o el móvil y vayamos a ver a nuestra madre o a reconciliarnos con un familiar… Que dejemos de hacer números, y de sufrir por alcanzar bienes materiales que ahí quedarán cuando nosotros ya no estemos, y disfrutemos de las cosas sencillas.

También nos habla de querernos a nosotros mismos un poquito más, de soñar, desear, de arriesgar, de tomar decisiones a pesar de la incertidumbre, a pesar de que podemos perder para ganar algo que aún no sabemos, o tal vez nada.

Influidos por lo que nos dijeron que era el camino acertado, dibujamos en nuestra mente aquello que creemos que será la solución y vivimos empeñados en alcanzarlo, y cuando llega muchas veces descubrimos que no, que era equivocado, que nos hemos dejado arrastrar por lo esperado, lo correcto, lo que otros nos marcaron, y no por lo que de verdad queremos, necesitamos o soñamos ¡Ay, los sueños!

No existen fórmulas mágicas para la felicidad, pero lo cierto es que a veces la vida nos sorprende haciéndonos dichosos con lo que menos imaginábamos. Tratad de recordar, cuántas veces lo inesperado, lo que creíamos menos conveniente en nuestras vidas es precisamente lo que más alegría, motivación y bienestar nos produce.

Dejad de seguir los caminos ya marcados, y elegid lo que verdaderamente os pide el corazón. Hay infinitas maneras de llegar a la felicidad, sólo que aún no lo sabemos…