Cada vez es más frecuente escuchar a la gente mayor decir que ya no se crían niños “como los de antes”; de esos que respetaban a los adultos, que obedecían las normas y acudían al colegio sin rechistar, que hacían sus deberes solos y eran responsables, que se esforzaban y cedían el asiento en el autobús…
E incluso recibían uno que otro cachete, y no han crecido “traumatizados”.
Los niños de entonces veían en sus mayores personas respetables y con autoridad. “Vete ahora a amonestar a un chaval porque está dando patadas a una papelera” te dicen. “Puede que incluso te las tengas que lidiar con su padre…” “¡Quita, quita!”
Los hijos e hijas del ahora están por encima del bien y del mal – y ellos lo saben, o lo aprenden pronto – están tan protegidos por sus padres, por la sociedad, por las leyes, que muchos de ellos se desarrollarán como jóvenes tiránicos e irrespetuosos con los adultos. Su inseguridad y la falta de responsabilidad les llevará a no hacerse cargo de su propia vida y a no tomar decisiones – para qué, si ya las toman otros por ellos – a acomodarse detrás de las pantallas de los móviles, los ordenadores, la tablet y dispositivos varios, mágicos lugares donde alejarse de la realidad, donde la vida es cómoda, gratuita, divertida e indolora.
“Claro, pero es que los tiempos cambian” dicen los más benevolentes; cambia la forma de vivir, de trabajar, hay otro tipo de familia, otros roles, otras prioridades e intereses, otras prisas, otras necesidades (¿?) Y el mundo muta a la par, se desarrolla en unas direcciones e involuciona en otras; y se vuelve difícil, ambiguo, competitivo, hostil, egoísta y pobre; mientas grita a los cuatro vientos que hay que ser más humanos, tolerantes y solidarios; pero mejor a golpes de “like” y desde el confort de cada sofá, que es lo que dicta esta modernidad tecnológica.
Es en este mundo del ahora - y quizá no tan diferente de otros mundos del pasado – donde aterrizan ellos y ellas; “tabulas rasas” de almas inquietas y llenas de energía y potencial, que con la mirada atenta, ingenua e inocente van dejando que los adultos les modelemos (sin piedad) con nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros aciertos y nuestros fracasos.
¿De verdad tienen toda la culpa los jóvenes? ¿Nacen ya con defectos de fábrica, egoístas, desagradecidos, irrespetuosos y tiranos?
¿Podemos recordar quiénes y cómo éramos nosotros en esos primeros años? También fuimos rebeldes, egoístas, y estuvimos perdidos… Porque así es la naturaleza humana, esa que nace en soledad y tiene que acoplarse a la vida social para crecer, desarrollarse y sobrevivir; para aprender que es mejor colaborar; que necesita límites donde poderse aferrar para no ahogarse en las arenas movedizas.
Cierto es que con el gran avance de la tecnología de la información y la comunicación, suyo es el acceso a conocimientos e informaciones sin parangón en la historia; que nunca como hoy la vida social ha sido tan hiperactiva e hiperconectada, acostumbrándoles a la gratificación inmediata y a sentirse poderosos e invencibles.
Pudiera parecernos que han perdido el sentido de la vida, cuando lo que sucede es que han cambiado los puntos de vista y ¡van más rápido!
Afortunadamente, y aún a costa de su aparente desdén, nos siguen necesitando, para no perderse, para no caer, para poder construirse desde dentro, para crecer con seguridad, criterio y autoconfianza, para encontrar el sentido de la vida; de “su” vida.
No nos quejemos más de los hijos y de las hijas del ahora, que no son otra cosa que el reflejo de lo que les rodea, de lo que les enseñamos y permitimos nosotros, los adultos, la sociedad; los que se supone que tenemos “un grado” por la experiencia.
Nuestros jóvenes cuentan con nosotros, necesitan del diálogo, del amor y de la cercanía, pero también de nuestra coherencia y nuestra sensatez al exigirles; y también de nuestro ejemplo, ese que es tan útil para predicar… ¿recordamos?
Pues eso, adultos ¡que cunda el ejemplo!