Es un aspecto inherente al ser humano la búsqueda constante del porqué de la existencia.

¿Qué es la vida? ¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿Hay algo más allá…?

A lo largo de la historia, las diferentes culturas y civilizaciones, han tratado de dar respuesta a estas cuestiones e inquietudes desde diferentes puntos de vista: científico, filosófico, psicológico, teológico…

Aun con el convencimiento de que “tener los pies en la tierra” nos ayuda a manejar las vicisitudes de lo cotidiano, siempre podemos encontrar un pequeño hueco en nuestro corazón, en nuestra alma, en nuestra conciencia -llamémosle como sea de vuestro agrado- que también mira hacia el “cielo”; ese lugar infinito tan alejado de nuestra terrenal zona de confort; ese lugar donde reside lo espiritual, donde nuestra mente se abre, curiosa, buscando las respuestas que tal vez, jamás lleguemos a encontrar.

No nos conformamos con lo que nos muestran nuestros ojos, queremos saber más, queremos creer que esto no es todo, que con un mundo y una vida no es suficiente.

Queremos comprender por qué lloramos, por qué reímos y soñamos, por qué el mundo es así y funciona así, y qué o quién nos ha puesto en este lugar, en este maravilloso camino lleno de encrucijadas, unas veces tan amables y otras de tanto sufrimiento.

Queremos trascender, ir más allá de lo evidente, de lo palpable, de lo que identificamos como el yo y los otros, y es en este anhelo donde nace la espiritualidad humana.

Son pensamientos, ideas, reflexiones… y como tales, se traducen también en sensaciones, emociones y sentimientos, que podemos aceptar o no, por considerarlos irracionales, intuitivos o indemostrables.

La misma constatación de la vida trae pareja la realidad de la muerte, un hecho incuestionable, al menos la no existencia física, o tal como la conocemos. Y es en esta realidad donde nace el deseo de prolongar la existencia, de resistirse a dejar de ser; de considerar que este tiempo ha de tener un sentido, que no vale que todo se acabe con el último aliento.

Creamos en el más allá o no, todas las posiciones frente al sentido de la vida y de la muerte son legítimas; porque nadie posee el monopolio de la verdad, porque la actividad espiritual es más que unas creencias o una religión, porque es una forma de cultivar y de mecer el alma cuando tiene sed o está dolida, porque ayuda al ser humano a resistir, a crecer, a sentirse pleno y también a vivir feliz.

Psicología es ciencia, y resulta difícil recurrir al espíritu para lograr mejores resultados en los tratamientos psicológicos, pero es innegable que algunas personas necesitan trascender más allá de lo racional para poder soportar la dureza de sus vidas, la pérdida de un ser querido, los problemas económicos, sociales, familiares, o la falta de amor.

Por eso, los profesionales de la psicología entendemos, cada vez más, que junto a la psicoterapia, podemos y debemos aprovechar el nivel espiritual de algunos de nuestros pacientes como un recurso útil y necesario para mantener su equilibrio y su salud mental, para ayudarles a enfrentar la incertidumbre y los devenires de la existencia.

En estos días, circularán por nuestras calles, procesiones y cofrades, con sus pasos, sus bandas y sus estandartes… Forman parte de nuestra cultura y de la tradición judeocristiana en la que la mayoría hemos sido educados.

Podemos compartir sus creencias o tener otras, o ninguna; pero no olvidemos que la música, la pintura, la escultura, y cualquier otra expresión artística o del conocimiento humano influyen en nuestro bienestar y nos ayudan a desarrollar muchas de nuestras capacidades.

Disfrutemos de todo ello con respeto, con sensibilidad y con tolerancia.

Aunque a veces creamos lo contrario, no somos tan distintos; espíritu – del latín spiritus – significa aliento, respiro, vida… ¡Y todos necesitamos respirar para seguir viviendo!