Son ya muchos años los que llevo dedicados a la psicología clínica, y son innumerables también las veces que he reflexionado sobre el ser humano.
Ordenar, clasificar, categorizar, son acciones que parecen necesarias para caminar seguro… Y para entendernos con los demás.
Recién salida de la facultad (con más pasión que experiencia, evidentemente) recuerdo lo importante que era para mí etiquetar correctamente las dolencias de los pacientes, dejar bien anotado en su expediente cuál era el preciso diagnóstico, y la terapia adecuada: fóbico, obsesivo, depresivo…
No negaré que tenía y tiene su utilidad para tomar con acierto y rigor las decisiones terapéuticas, para elaborar informes y entenderse con los colegas de profesión.
Cuando abrí mi consulta, las mejores armas para no fallar eran -junto con la formación- los test, los libros y una ilusión infinita. De esta forma todo encajaba en su lugar: un paciente, un diagnóstico, un tratamiento, y listo.
Pero… ¡ay! las personas no son casos de libro…
Los años pasan, y aunque no he perdido ni un ápice de mi pasión y amor por el ser humano, la experiencia ha matizado mi visión de las cosas.
Con el tiempo he ido huyendo de las etiquetas diagnósticas y los tratamientos encorsetados, dando más importancia a las personas, a la descripción de sus problemas y al tratamiento personalizado.
No hay sufrimientos estándar, sino personas que sufren… cada uno a su manera, en su contexto, con sus mapas, su brújula y su mochila, con sus aciertos y sus errores.
Tenemos que ver al ser humano como un ser integral, donde se ponen en juego un montón de variables – genéticas, culturales, familiares, sociales y experienciales – que hacen que cada persona sea única en su forma de dialogar con el mundo y de afrontar las dificultades de la vida.
Siendo esto es así, es una “locura” pretender curar a todos de la misma forma. Es necesario escuchar sus voces, empatizar, contextualizar sus penas, para que sea el tratamiento el que se ajuste a sus necesidades, y no al revés.
Desde un contexto clínico, a la hora de intervenir psicológicamente, existen tratamientos de elección con eficacia probada científicamente. Pero hay que añadirles ese “ingrediente extra”, que es el de la comprensión personalizada, que aborda y legitima los intereses genuinos y particulares de cada paciente.
A nuestras consultas acuden personas que sufren, y sufren mucho.
No son seres débiles, tan sólo han agotado ya sus recursos personales – tal vez también los familiares y sociales- y necesitan adquirir nuevas herramientas que les sean de verdadera utilidad en “su mundo”.
Personas que a causa de los reveses de la vida se sienten desbordadas por el desánimo, el miedo o la soledad y que ya no saben por dónde tirar. En muchas ocasiones se trata de un sufrimiento inútil, basado en la percepción e interpretación sesgada de los acontecimientos.
Nos pasamos la vida buscando significado y etiquetando lo que nos pasa, sin darnos cuenta de que la mayoría de las veces caemos en la trampa de creer a pies juntillas todo lo que nos dice nuestra cabeza, y claro, luego actuamos con torpeza, y así se cierra el círculo, que se va haciendo cada vez más vicioso.
Queremos ser felices y libres, pero la mayoría de las cosas no están bajo nuestro control. El mundo no gira alrededor de nuestro ombligo para satisfacer nuestras expectativas.
Es nuestra responsabilidad poner la razón al servicio de la emoción, y caer en la cuenta de que cuando algo acontece, lo único que está en nuestra mano es la actitud que tomamos al respecto…